Traductores en la disyuntiva: entre nuestra responsabilidad de mantenernos actualizados y hacer valer nuestro trabajo
Por: Andrea Arellano
Últimamente, es casi imposible encender la televisión, navegar por internet o incluso comprar un electrodoméstico sin encontrarnos con “las maravillas de la inteligencia artificial”. La IA[1] se ha vuelto tan omnipresente que ya me resulta incómoda, cansona y frustrante. Pero este rechazo no nace porque odie la tecnología—de hecho, como traductora profesional, he usado desde siempre herramientas que facilitan y agilizan mi trabajo—sino por la forma en que se nos impone: como una solución indispensable a problemas inexistentes. Sin embargo, esa promoción engaitadora esconde un discurso que precariza nuestras condiciones, desvaloriza nuestro oficio y nos empuja a aceptar menos por hacer lo mismo o a veces incluso más.
Este artículo, si bien nace desde ese rechazo, también tiene su origen en una profunda preocupación por el rumbo que está tomando nuestra profesión. Con esto, no busco fomentar una oposición ciega a la tecnología, sino el cuestionamiento crítico sobre qué ganamos y qué perdemos al usar tecnología sin comprenderla del todo y también al dejar que sea el mercado, y no quienes ejercemos el oficio, el que defina el valor de nuestro trabajo.
El espejismo de la eficiencia: posedición o precarización
Una manifestación clara de esta imposición es la creciente tendencia de empresas, agencias y plataformas de traducción a ofrecer tarifas extremadamente reducidas por un trabajo supuestamente de menor esfuerzo. La denominada “posedición” o revisión de traducciones automáticas se oferta como una alternativa rápida y económica: el balance perfecto entre máquina y humano, donde la máquina hace el trabajo difícil y el traductor, solo da una última revisión. ¡La misma calidad y a la mitad del precio! Más tiempo para los traductores, y el cliente puede costearse más traducciones. ¿Suena muy bueno para ser cierto? Pues explicaré por qué todo esto no es más que una fantasía.
Uno de los discursos más peligrosos en torno al uso de la inteligencia artificial en el ámbito de la traducción es la supuesta equivalencia entre el trabajo humano y el producto generado por una máquina. Esta lógica busca poner al mismo nivel las traducciones humanas y las automáticas para que, al momento de pedir a un traductor que revise algo que “ya está hecho”, se pueda justificar la rebaja de costos.
Sin embargo, esto se basa en una visión distorsionada de lo que significa traducir. A pesar de que la máquina genera un texto, no es más que el resultado de una serie de probabilidades, una opción es mejor que otra solo porque es más probable que aparezca en ese contexto. El razonamiento humano al traducir va más allá. No es raro que un traductor tenga un navegador con 20 pestañas abiertas, publique 3 preguntas en foros y consulte 4 libros antes de determinar la mejor opción para traducir una sola palabra. Es por esto que la tarea del traductor no se limita a corregir simples errores gramaticales o tipográficos como sucedería si revisara una traducción hecha por un colega. Se requiere la comprensión del contexto, ajuste de matices culturales, adaptación del estilo y, en muchos casos, la reestructuración completa de oraciones para que el resultado sea fiel al propósito comunicativo original. Esto conlleva conocer el texto de origen tan bien como al hacer una traducción desde cero y este proceso de revisión comparativa requiere el mismo juicio y las mismas habilidades que las que usamos al traducir y que las máquinas no pueden replicar.
Aceptar reducir nuestra labor a una simple “corrección” de un producto mediocre no solo desvaloriza nuestro trabajo, sino que implica una renuncia a las competencias que nos definen como profesionales. No obstante, cabe mencionar que este debate no ocurre en aislamiento. En muchos países y especialidades, el volumen de trabajo de traducción ha disminuido drásticamente, y quienes dependen exclusivamente de estos ingresos enfrentan una situación inquietante. Ante esta realidad, aceptar encargos de posedición mal remunerados o bajar tarifas no siempre es una elección libre, sino una necesidad. En este contexto, es comprensible que muchos adopten la lógica del “algo es mejor que nada”.
Es importante que al tener esta discusión no juzguemos esas decisiones, sino que reconozcamos su origen estructural y denunciemos que la precarización no es responsabilidad individual, sino una consecuencia del modelo que se nos impone. Estas tarifas “competitivas” que muchas veces nos vemos en la obligación de aceptar no reflejan la calidad, ni los años de estudio, ni la experiencia, ni el esfuerzo que implica nuestra labor y, al vernos en la obligación de ceder, terminamos permitiendo que otros dicten el valor de nuestros conocimientos y creatividad con el pretexto de mejorar nuestra productividad, cuando ni siquiera entienden qué es ser productivo para nosotros.
La máquina se equivoca, el traductor paga
Cuando hablamos de esta falsa equivalencia entre traducción automática y humana, surgen dos problemas inherentes: primero, la calidad de las traducciones automáticas siempre será más baja que aquellas hechas por traductores profesionales y, segundo, la responsabilidad sobre la fidelidad de la traducción que usualmente recae sobre el autor de esta, en caso de traducciones automáticas, se desplaza a quien menos control tuvo sobre el texto original: el traductor humano que revisó ese texto.
Cuando una traducción automática contiene errores graves—de interpretación, sintácticos, de registro, o incluso semánticos—no hay algoritmo que responda por las consecuencias. Quien debe asumir los riesgos, enmendar los errores y garantizar que el texto final cumpla con su propósito comunicativo es siempre el traductor. Y no es solo responsabilidad ética. En muchos contextos profesionales, una mala traducción puede tener consecuencias monetarias, reputacionales y en el peor de los casos jurídicas. Y sin importar cuántas veces se repita que “la IA hizo la traducción”, el nombre que aparece al final del trabajo, quien firma, se compromete y responde, es el del profesional humano.
Esta situación resalta aún más la injusticia de las tarifas rebajadas. ¿Cómo se puede justificar pagar menos por un trabajo que exige la misma, o mayor, precisión, experiencia y responsabilidad? Aceptar esta falsa equivalencia no solo socava nuestro oficio, sino que invisibiliza nuestro papel como reductores de riesgo y abre la puerta a un fenómeno aún más extendido y problemático: la normalización de tarifas reducidas disfrazadas de eficiencia.
Lo que realmente perdemos
Además de las implicaciones económicas y legales, hay algo aún más preocupante y difícil de cuantificar: lo que perdemos como profesionales cuando nuestro rol se limita a intervenir sobre lo que “ya se ha traducido”. Traducir no es simplemente pasar palabras de un idioma a otro. Es tomar decisiones, interpretar matices, resolver ambigüedades, y hacerlo con una intención clara y responsabilidad definida. Es un acto de criterio, capacidad interpretativa y construcción de sentido.
Al trabajar con traducción automática, ese albedrío disminuye. El traductor ya no es quien construye el texto desde el principio, sino quien corrige y limpia algo creado sin intención ni comprensión. Muchas veces, ni siquiera se nos permite tomar decisiones significativas sobre el tono, estilo o terminología, como en el caso de la posedición ligera. Reducir nuestro papel a una función mecánica empobrece tanto el producto final como nuestra experiencia profesional, y en ese proceso, todos perdemos algo: los traductores dejamos de ejercitar nuestra creatividad y nuestra satisfacción laboral disminuye; los usuarios finales reciben textos planos y carentes de matices; y quienes encargan las traducciones corren el riesgo de alejar o perder a su audiencia por errores de fondo o de estilo.
Y lo más alarmante es que esta pérdida de albedrío es cada vez más habitual. Cuanto más aceptamos estas condiciones, más difícil se vuelve explicar el valor de nuestro trabajo, la importancia de nuestras decisiones y por qué no somos intercambiables con un sistema automático. No es solo cuestión de tarifas. Es el hecho de que cada vez tenemos menos voz, menos margen de decisión, menos presencia y más responsabilidad. Lo peor es que este desplazamiento del criterio profesional forma parte de un discurso mucho más amplio que convierte la adopción tecnológica en obligación y no en elección.
¿Herramienta o imposición?
Este panorama nos hace sentir acorralados: o adoptamos estas herramientas o nos quedamos atrás. Ahora la integración de esta tecnología no se presenta como una opción, sino que se enmarca en el miedo para mostrarla como la única solución lógica para evitar ser descartados. Pero debemos recordar que, como profesionales, tenemos la capacidad de decidir cómo, cuándo y si queremos integrarlas en nuestra práctica.
Cuando uno de estos cambios trascendentales ocurre en la industria (y en este caso en el mundo), es nuestro deber como profesionales aprender sobre estas herramientas, lo cual incluye cuestionar su uso. Antes de decidir si nos son útiles, ¿nos hemos preguntado qué implica para nuestra profesión aceptar el uso tecnologías entrenadas con millones de textos plagiados? ¿Qué consecuencias tiene nuestro uso de estos modelos sobre la privacidad de los datos de clientes? ¿Qué impacto tiene el uso masivo de estos sistemas, no solo sobre nuestras condiciones laborales (y las de otros gremios), sino sobre el medio ambiente y la sostenibilidad del planeta?
Y esto no es una preocupación abstracta. Sabemos que la demanda energética y de agua para mantener y entrenar modelos de lenguaje de gran tamaño es inmensa[2]. También sabemos que tiene un impacto cognitivo negativo sobre quienes han comenzado a depender mucho de esta tecnología[3]. Además, se suma una consecuencia más amplia y menos discutida: la pérdida de valor que sufren muchos otros oficios al adoptar ciegamente este tipo de tecnología. Escritores, diseñadores, periodistas, docentes, artistas visuales… todos ven cómo sus aportes se diluyen cuando se antepone la cantidad sobre la calidad, lo gratuito sobre lo profesional, lo inmediato sobre lo reflexivo. Se arraiga la idea de que crear ya no requiere experiencia ni conocimientos, solo dar buenas instrucciones a la máquina y suficiente capacidad de procesamiento.
Por eso, antes de adoptar estas herramientas de forma acrítica, conviene hacerse preguntas incómodas. No todo lo que promete eficiencia es sostenible, ni todo lo que parece útil es inofensivo. Rechazar su uso o decidir adoptarlas de forma limitada y consciente, no es una señal de atraso, sino un gesto de responsabilidad y respeto. Es también una declaración de principios, pues como profesionales y como usuarios, tenemos la potestad y la capacidad de decidir qué vale la pena incorporar a nuestro trabajo y qué prácticas preferimos dejar de lado. Lo que está en juego no es solo cómo trabajamos, sino quién decide cómo trabajamos. Y esa decisión merece una reflexión profunda y colectiva.
Educar, decidir y resistir desde lo profesional
Frente a esta situación, es necesario tomar una postura activa que reivindique el valor de nuestro criterio, experiencia y capacidad interpretativa. No se trata de rechazar por rechazar, sino de defender el lugar que ocupamos como profesionales que piensan, deciden y construyen sentido. En un entorno cada vez más automatizado, donde la inmediatez prima por encima del entendimiento, el trabajo humano que se hace con conciencia, responsabilidad y ética cobra aún más valor.
También es momento de reconocer otro rol esencial que ejercemos, muchas veces de forma invisible: el de asesores. Como profesionales del lenguaje, somos quienes podemos—y debemos—guiar a nuestros clientes en la toma de decisiones informadas sobre sus necesidades comunicativas. Parte de nuestra responsabilidad es ayudarles a entender si una herramienta de IA puede ofrecer lo que buscan o si, por el contrario, compromete la calidad, la coherencia o la ética de sus contenidos. Nuestro conocimiento no es solo técnico, también es estratégico. Y en ese sentido, educar y orientar es tan valioso como traducir.
Es cierto que no siempre tenemos voz sobre los encargos que recibimos, pero cuando sí la tenemos, cuando podemos decidir cómo y con qué trabajamos, el uso responsable de la tecnología recae sobre nosotros. Ser conscientes de ese margen de acción es parte de nuestra ética profesional.
No estamos solos ni somos los únicos en esta encrucijada. Otros gremios también enfrentan el mismo dilema: adaptarse a toda costa o replantear su función desde una perspectiva humanista. Este es el momento para redefinir lo que significa ser traductor. Para hacernos visibles, explicar mejor lo que hacemos y por qué importa, y resistir el discurso que nos quiere reemplazables, silenciosos y prescindibles.
La tecnología puede ser una herramienta, pero no puede ni debe dictar los términos de nuestra práctica. Esa decisión, al menos por ahora, sigue siendo nuestra. Y ejercer ese poder con responsabilidad también es parte de nuestra labor.
[1] Es necesario aclarar que, dado que el término “inteligencia artificial” o “IA” es usado en el lenguaje común como un cajón de sastre para una gran variedad de productos, cabe aclarar que en este artículo lo usaré específicamente para referirme a la inteligencia artificial generativa, ya que el enfoque está principalmente en la traducción automática con énfasis en aquella producida por los modelos de lenguaje de gran tamaño (LLM), como ChatGPT o Copilot.
[2] IA y energía: ¿La IA reducirá las emisiones o aumentará la demanda? World Economic Forum, 25/07/2024 https://es.weforum.org/stories/2024/07/ia-y-energia-la-ia-reducira-las-emisiones-o-aumentara-la-demanda/ y Cinco cifras para entender cuánta energía consume la IA, Wired, 10/04/2025 https://es.wired.com/articulos/cinco-cifras-para-entender-cuanta-energia-consume-la-ia y La sed de ChatGPT: la IA consume una cantidad de agua alarmante, National Geographic España, 01/04/2025: https://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/agua-que-gasta-chatgpt-y-otros-modelos-ia_23812
[3] Consecuencias de la dependencia de la inteligencia artificial en habilidades críticas y aprendizaje autónomo en los estudiantes, Ciencia Latina Revista Científica Multidisciplinar, Vol. 8 Nro. 2, 04/2024: https://ciencialatina.org/index.php/cienciala/article/download/10678/15719 y La IA nos está volviendo más tontos y flojos en el trabajo, señala estudio de Microsoft, Wired, 6/04/2025: https://es.wired.com/articulos/la-ia-nos-esta-volviendo-mas-tontos-y-flojos-en-el-trabajo-senala-estudio-de-microsoft
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