Mi ATIEC

¿Olvido su contraseña?

Por Maricruz González C.

La frase del título de esta nota le pertenece al escritor portugués José Saramago, cuya traductora al español era su esposa, Pilar del Río. Tal vez esa cercanía con su traductora le hizo a Saramago apreciarnos a los traductores más, mucho más, que la mayoría de lectores, editores e incluso otros autores. Me lo dijo en persona cuando lo conocí durante su visita a Quito en 2004.

En 2008, un dominicano ganaba el Premio Pulitzer con su primera novela, The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, escrita en inglés. No solo la historia es fantástica – el hecho de que un dominicano migrante que se instaló con toda su familia en una habitación en NY cuando tenía 6 años, escribiera 320 páginas en una jerga de los bajos fondos, en este caso no era spanglish sino al revés, cómico y trágico a la vez, me hizo preguntarme cómo sería su traducción a la lengua nativa dominicana y corrí a conseguirla. Fue de las mejores traducciones literarias que he leído, teniendo al original fresquito en mi memoria. La traductora es la periodista y escritora cubana Achy Obejas, también migrante a temprana edad.

La traducción literaria conlleva más elementos aun que otras traducciones, como manifiesta explícitamente la frase de Saramago. En este caso, implicó no solo el conocimiento profundo de dos lenguas, sino de esas lenguas dentro de un contexto de migración y pobreza en dos países, con toda la mediación cultural que ello implica y con el apoyo del propio español cubano de la traductora, pero no tanto como para desvirtuar al dominicano yanquerizado, como lo denominó el filólogo dominicano Pedro Henríquez Ureña.

Es de tal importancia la traducción literaria, que esa persona, y no el autor, nos puede llevar a dejar de lado y perdernos alguna obra que podría ser esencial para nosotros o, por el contrario, a conocer de lleno obras de autores a los que, de otra forma, sin conocer sus lenguas, jamás podríamos acceder. Cuando yo era adolescente, un amigo me introdujo a Baudelaire, cuya poesía maldita recitaba cada vez que nos reuníamos. Me impresionó tanto el poeta que en una librería quiteña conseguí una versión en español de Las flores del mal. A esa edad, me pareció increíblemente hermosa: pasta dura y preciosas ilustraciones coloridas – un elemento que pudo haber llamado mi atención siendo un poeta maldito, pero que, al contrario, encantaron a mi psicodélica mirada adolescente. La llevaba conmigo a todo lado y leía los poemas al azar. Un par de años más tarde, también me acompañó cuando fui a París, a estudiar sociología, para lo cual debí entrar al curso superintensivo de francés en la Alianza Francesa de Boulevard Raspail. En dos meses estuve lista para entrar a clases. En una de esas caminatas a las orillas del Sena, encontré un libro usado de Les Fleurs du mal. Recuerdo mi emoción al leer esos poemas en el idioma del autor, pero lo que nunca olvidaré es la sorpresa al toparme con poemas que yo no conocía bajo un mismo título o incluso unos con títulos que discrepaban del original y el contenido. Corrí a compararlos con el libro que había cruzado el Atlántico conmigo (y que aún conservo) y me quedé de una pieza. ¡El Baudelaire que yo tanto había atesorado era otro! Estoy exagerando un poco, claro, pero la diferencia fue evidente. Mi admiración por los traductores comenzó ahí.

Otro gran ejemplo en el contexto nacional fue la traducción de las obras completas de uno de nuestros más grandes poetas, Jorge Carrera Andrade, que en el 2004 armó uno de los grandes escándalos literarios en el ámbito nacional y que tuve la oportunidad de revisar en una de las principales librerías de Quito, antes de que retiraran todo el tiraje para siempre y ahí quedara la excelente idea de traducir al gran Carrera Andrade para el mundo.

Tengo en mi recuerdo otras experiencias de obras que dejé de lado. La primera que viene a mi mente es la versión en español de A Man in Full (controversialmente traducida como Todo un hombre, y aquí colocaría un emoticón). Un par de páginas después de abierta la versión en español, corrí a devolverla a mi querido librero que siempre me daba gusto, y a pedir el delicioso original de 742 páginas, un brillante novelón de Tom Wolfe escrita en un maravilloso inglés coloquial sureño. El siguiente recuerdo fue una de las mejores novelas que leí de Doris Lessing, de su escritura tardía, cuando había serenado la vehemencia feminista de su juventud, que también pude pedir en idioma original luego de devolver a su dueña la versión en español recién comenzada y cuyo título no recuerdo. Por último, pero no por ello menos memorable, está la megasaga de tres volúmenes (ahora son más, pero ya no los leí) Millenium, de Stieg Larsson que, esa sí, no tuve más remedio que devorar con sus españolismos exacerbantes (para mi lectura latinoamericana), ¡ya que no podía pedir el sueco!

Más que un tratado académico, con esta nota he querido hablar de la trascendencia de la traducción literaria en la práctica de la lectura y en atraer nuevos lectores. No ha sido mi intención apuntar con el dedo a traductores que, en mi opinión, no lograron transmitir el mensaje del autor, sino apuntar a la tarea que tienen las editoriales en escoger la persona perfecta para escribir una obra universal, como dijo Saramago. La traducción literaria es una profesión invisibilizada – solo en las últimas décadas aparece el nombre del o la traductora bajo el del autor o autora, y no siempre – pero sus logros están a la vista. Aunque son más conocidos los traductores que se han convertido en escritores famosos, hay cientos de traductores más o menos anónimos, que quieren o rehúsan trascender, a los que debemos todo nuestro conocimiento de autores universales. Sin ellos y ellas, no conoceríamos a Omar Pamuk, Monica Zgustova, a Murakami, Banana Yoshimoto, Anchee Min y tantos otros, por hablar solo de contemporáneos, no se diga de clásicos. Nuestras vidas, las de los lectores, estudiosos y curiosos estarían, sin que lo sepamos, truncadas de pensamientos, conocimientos y experiencias que enriquezcan nuestras mentes. Los traductores literarios, entonces, son el eje del conocimiento y del placer literario.


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